Capítulo I
El intenso perfume de las rosas embalsamaba el estudio y, cuando la ligera brisa agitaba los árboles del jardín, entraba, por la puerta abierta, un intenso olor a lilas o el aroma más delicado de las flores rosadas de los espinos.
Lord Henry Wotton, que había consumido ya, según su costumbre, innumerables cigarrillos, vislumbraba, desde el extremo del sofá donde estaba tumbado
En el centro de la pieza, sobre un caballete recto, descansaba el retrato de cuerpo entero de un joven de extraordinaria belleza; y, delante, a cierta distancia, estaba sentado el artista en persona, el Basil Hallward cuya repentina desaparición, hace algunos años, tanto conmoviera a la sociedad y diera origen a tan extrañas suposiciones.
Al contemplar la figura apuesta y elegante que con tanta habilidad había reflejado gracias a su arte, una sonrisa de satisfacción, que quizá hubiera podido prolongarse, iluminó su rostro. Pero el artista se incorporó bruscamente y, cerrando los ojos, se cubrió los párpados con los dedos, como si tratara de aprisionar en su cerebro algún extraño sueño del que temiese despertar.
Lord Henry alzó las cejas y lo miró con asombro a través de las delgadas volutas de humo que, al salir de su cigarrillo con mezcla de opio, se retorcían adoptando extrañas formas.
-¿No lo vas a enviar a ningún sitio? ¿Por qué, mi querido amigo? ¿Qué razón podrías aducir? ¿Por qué sois unas gentes tan raras los pintores? Hacéis cualquier cosa para ganaros una reputación, pero, tan pronto como la tenéis, se diría que os sobra. Es una tontería, porque en el mundo sólo hay algo peor que ser la persona de la que se habla y es ser alguien de quien no se habla. Un retrato como ése te colocaría muy por encima de todos los pintores ingleses jóvenes y despertaría los celos de los viejos, si es que los viejos son aún susceptibles de emociones.
Lord Henry, estirándose sobre el sofá, dejó escapar una carcajada.
-Sí, Harry, sabía que te ibas a reír, pero, de todos modos, no es más que la verdad.
-¡Demasiado de ti mismo! A fe mía, Basil, no sabía que fueras tan vanidoso; no advierto la menor semejanza entre ti, con tus facciones bien marcadas y un poco duras y tu pelo negro como el carbón, y ese joven adonis, que parece estar hecho de marfil y pétalos de rosa. Vamos, mi querido Basil, ese muchacho es un narciso, y tú..., bueno, tienes, por supuesto, un aire intelectual y todo eso. Pero la belleza, la belleza auténtica, termina donde empieza el aire intelectual. El intelecto es, por sí mismo, un modo de exageración, y destruye la armonía de cualquier rostro. En el momento en que alguien se sienta a pensar, todo él se convierte en nariz o en frente o en algo espantoso. Repara en quienes triunfan en cualquier profesión docta. Son absolutamente imposibles. Con la excepción, por supuesto, de la Iglesia. Pero sucede que en la Iglesia no se piensa. Un obispo sigue diciendo a los ochenta años lo que a los dieciocho le contaron que tenía que decir, y la consecuencia lógica es que siempre tiene un aspecto delicioso. Tu misterioso joven amigo, cuyo nombre nunca me has revelado, pero cuyo retrato me fascina de verdad, nunca piensa. Estoy completamente seguro de ello. Es una hermosa criatura, descerebrada, que debería estar siempre aquí en invierno, cuando no tenemos flores que mirar, y también en verano, cuando buscamos algo que nos enfríe la inteligencia. No te hagas ilusiones, Basil: no eres en absoluto como él.
-¿Dorian Gray? ¿Es así como se llama? -preguntó lord Henry, atravesando el estudio en dirección a Basil Hallward.
-Sí; así es como se llama. No tenía intención de decírtelo.
-Pero, ¿por qué no?
-No te lo puedo explicar. Cuando alguien me gusta muchísimo nunca le digo su nombre a nadie. Es como entregar una parte de esa persona. Con el tiempo he llegado a amar el secreto. Parece ser lo único capaz de hacer misteriosa o maravillosa la vida moderna. Basta esconder la cosa más corriente para hacerla deliciosa. Cuando ahora me marcho de Londres, nunca le digo a mi gente adónde voy. Si lo hiciera, dejaría de resultarme placentero. Es una costumbre tonta, lo reconozco, pero por alguna razón parece dotar de romanticismo a la vida. Imagino que te resulto terriblemente ridículo, ¿no es cierto?
-La naturalidad también es afectación, y la más irritante que conozco -exclamó lord Henry, echándose a reír.
Los dos jóvenes salieron juntos al jardín, acomodándose en un amplio banco de bambú colocado a la sombra de un laurel. La luz del sol resbalaba sobre las hojas enceradas. Sobre la hierba temblaban margaritas blancas.
Después de un silencio, lord Henry sacó su reloj de bolsillo.
-¿Cuál era? -dijo el pintor, sin levantar los ojos del suelo.
-Lo sabes perfectamente. -No lo sé, Harry.
-Bueno, pues te lo diré. Quiero que me expliques por qué no vas a exponer el retrato de Dorian Gray. Quiero la verdadera razón.
-Te la he dado.
Lord Henry rió.
- Y, ¿cuál es ...? -preguntó.
-Te lo voy a decir -respondió Hallward; pero lo que apareció en su rostro fue una expresión de perplejidad. -Soy todo oídos, Basil -insistió su acompañante, mirándolo de reojo.
Lord Henry sonrió y, agachándose, arrancó de entre el césped una margarita de pétalos rosados y se puso a examinarla.
El aire arrancó algunas flores de los árboles, y las pesadas floraciones de lilas, con sus pléyades de estrellas, se balancearon lánguidamente. Un saltamontes empezó a cantar junto a la valla, y una libélula, larga y delgada como un hilo azul, pasó flotando sobre sus alas de gasa marrón. Lord Henry tuvo la impresión de oír los latidos del corazón de Basil Hallward, y se preguntó qué iba a suceder.
-Conciencia y cobardía son en realidad lo mismo, Basil. La conciencia es la marca registrada de la empresa. Eso es todo.
-No lo creo, Harry, y me parece que tampoco lo crees tú. Fuera cual fuese mi motivo, y quizá se tratara orgullo, porque he sido siempre muy orgulloso, conseguí llegar a duras penas hasta la puerta. Pero allí, por supuesto, me tropecé con lady Brandon. «¿No irá usted a marcharse tan pronto, señor Hallward?», me gritó. ¿Recuerdas la voz tan peculiarmente estridente que tiene?
-Sí; es un pavo real en todo menos en la belleza -dijo lord Henry, deshaciendo la margarita con sus largos dedos nerviosos.
-No me pude librar de ella. Me presentó a altezas reales, a militares y aristócratas, y a señoras mayores con gigantescas diademas y narices de loro. Habló de mí como de su amigo más querido. Sólo había estado una vez con ella, pero se le metió en la cabeza convertirme en la celebridad de la velada. Creo que por entonces algún cuadro mío tuvo un gran éxito o al menos se habló de él en los periódicos sensacionalistas, que son el criterio de la inmoralidad del siglo XIX. De repente, me encontré cara a cara con el joven cuya personalidad me había afectado de manera tan extraña. Estábamos muy cerca, casi nos tocábamos. Nuestras miradas se cruzaron de nuevo. Fue una imprudencia por mi parte, pero pedí a lady Brandon que nos presentara. Quizá no fuese imprudencia, sino algo sencillamente inevitable. Nos hubiésemos hablado sin necesidad de presentación. Estoy seguro de ello. Dorian me lo confirmó después. También él sintió que estábamos destinados a conocernos.
-¡Pobre lady Brandon! ¡Eres muy duro con ella, Harry! -dijo Hallward lánguidamente.
-Mi querido amigo, esa buena señora trataba de fundar un salón, pero sólo ha conseguido abrir un restaurante. ¿Cómo quieres que la admire? Pero, dime, ¿qué te contó del señor Dorian Gray?
-Algo así como «muchacho encantador, su pobre madre y yo absolutamente inseparables. He olvidado por completo a qué se dedica, me temo que..., no hace nada... Sí, sí, toca el piano, ¿o es el violín, mi querido señor Gray?» Ninguno de los dos pudimos evitar la risa, y nos hicimos amigos al instante.
-La risa no es un mal principio para una amistad y, desde luego, es la mejor manera de terminarla -dijo el joven lord, arrancando otra margarita.
Hallward negó con la cabeza.
-Coincido en eso contigo. Pero según tus categorías yo no debo de ser más que un conocido.
-Mi querido Basil: eres mucho más que un conocido. -Y mucho menos que un amigo. Algo así como un hermano, ¿no es cierto?
-¡Ah, los hermanos! No me gustan los hermanos. Mi hermano mayor no se muere, y los menores nunca hacen otra cosa.
-¡Harry! -exclamó Hallward, frunciendo el ceño.
-No hablo del todo en serio. Pero me es imposible no detestar a mi familia. Imagino que se debe a que nadie soporta a las personas que tienen sus mismos defectos. Entiendo perfectamente la indignación de la democracia inglesa ante lo que llama los vicios de las clases altas. Las masas consideran que embriaguez, estupidez e inmoralidad deben ser exclusivo patrimonio suyo, y cuando alguno de nosotros se pone en ridículo nos ven como cazadores furtivos en sus tierras. Cuando el pobre Southwark tuvo que presentarse en el Tribunal de Divorcios, la indignación de las masas fue realmente magnífica. Y, sin embargo, no creo que el diez por ciento del proletariado viva correctamente.
-No estoy de acuerdo con una sola palabra de lo que has dicho y, lo que es más, estoy seguro de que a ti te sucede lo mismo.
Lord Henry se acarició la afilada barba castaña y se golpeó la punta de una bota de charol con el bastón de caoba.
-¡Qué inglés eres, Basil! Es la segunda vez que haces hoy esa observación. Si se presenta una idea a un inglés auténtico (lo que siempre es una imprudencia), nunca se le ocurre ni por lo más remoto pararse a pensar si la idea es verdadera o falsa. Lo único que considera importante es si el interesado cree lo que dice. Ahora bien, el valor de una idea no tiene nada que ver con la sinceridad de la persona que la expone. En realidad, es probable que cuanto más insincera sea la persona, más puramente intelectual sea la idea, ya que en ese caso no estará coloreada ni por sus necesidades, ni por sus deseos, ni por sus prejuicios. No pretendo, sin embargo, discutir contigo ni de política, ni de sociología, ni de metafísica. Las personas me gustan más que los principios, y las personas sin principios me gustan más que nada en el mundo. Cuéntame más cosas acerca de Dorian Gray. ¿Lo ves con frecuencia?
-Todos los días. No sería feliz si no lo viera todos los días. Me es absolutamente necesario.
-¡Eso que cuentas es extraordinario! He de ver a Dorian Gray.
Hallward se levantó del asiento y empezó a pasear por el jardín. Al cabo de unos momentos regresó.
-Entonces, ¿por qué te niegas a exponer su retrato? -preguntó lord Henry.
-Porque, sin pretenderlo, he puesto en ese cuadro la expresión de mi extraña idolatría de artista, de la que, por supuesto, nunca he querido hablar con él. Nada sabe. No lo sabrá nunca. Pero quizá el mundo lo adivine; y no quiero desnudar mi alma ante su mirada entrometida y superficial. Nunca pondré mi corazón bajo su microscopio. Hay demasiado de mí mismo en ese cuadro, Harry, ¡demasiado de mí mismo!
-Los poetas no son tan escrupulosos como tú. Saben lo útil que es la pasión cuando piensan en publicar. En nuestros días un corazón roto da para muchas ediciones.
-Creo que estás equivocado, pero no voy a discutir contigo. Sólo discuten los que están perdidos intelectualmente. Dime, Dorian Gray te tiene mucho afecto?
El pintor reflexionó durante unos instantes.
-Harry, no hables así. Mientras viva, la personalidad de Dorian Gray me dominará. No puedes sentir lo que yo siento. Tú cambias con demasiada frecuencia.
-¡Ah, mi querido Basil, precisamente por eso soy capaz de sentirlo! Los que son fieles sólo conocen el lado trivial del amor: es el infiel quien sabe de sus tragedias.
Lord Henry frotó una cerilla sobre un delicado estuche de plata y empezó a fumar un cigarrillo con un aire tan pagado de sí mismo y tan satisfecho como si hubiera resumido el mundo en una frase.
Los gorriones alborotaban entre las hojas lacadas de la enredadera y las sombras azules de las nubes se perseguían sobre el césped como golondrinas. ¡Qué agradable era estar en el jardín! ¡Y cuán deliciosas las emociones de otras personas! Mucho más que sus ideas, en opinión de lord Henry. Nuestra alma y las pasiones de nuestros amigos: ésas son las cosas fascinantes de la vida. Le divirtió recordar en silencio el tedioso almuerzo que se había perdido al quedarse tanto tiempo con Basil Hallward. Si hubiera ido a casa de su tía, se habría encontrado sin duda con lord Goodboy, y sólo habrían hablado de alimentar a los pobres y de la necesidad de construir alojamientos modelo. Todos los comensales habrían destacado la importancia de las virtudes que su situación en la vida les dispensaba de ejercitar. Los ricos hablarían del valor del ahorro, y los ociosos se extenderían elocuentemente sobre la dignidad del trabajo. ¡Era delicioso haber escapado a todo aquello! Mientras pensaba en su tía, algo pareció sorprenderlo. Volviéndose hacia Hallward, dijo:
-Acabo de acordarme.
-¿Acordarte de qué, Harry?
-De dónde he oído el nombre de Dorian Gray.
-¿Dónde? -preguntó Hallward, frunciendo levemente el ceño.
-No es necesario que te enfades. Fue en casa de mi tía, lady Agatha. Me dijo que había descubierto a un joven maravilloso que iba a ayudarla en el East End y que se llamaba Dorian Gray. Tengo que confesar que nunca me contó que fuese bien parecido. Las mujeres no aprecian la belleza; al menos, las mujeres honestas. Me dijo que era muy serio y con muy buena disposición. Al instante me imaginé una criatura con gafas y de pelo lacio, horriblemente cubierto de pecas y con enormes pies planos. Ojalá hubiera sabido que se trataba de tu amigo.
-Me alegro mucho de que no fuese así, Harry.
-¿Por qué?
-No quiero que lo conozcas.
-¿No quieres que lo conozca?
-No.
-El señor Dorian Gray está en el estudio -anunció el mayordomo, entrando en el jardín.
-Ahora tienes que presentármelo -exclamó lord Henry, riendo.
El pintor se volvió hacia su criado, a quien la luz del sol obligaba a parpadear.
-Dígale al señor Gray que espere, Parker. Me reuniré con él dentro de un momento.
El mayordomo hizo una inclinación y se retiró.
Hallward se volvió después hacia lord Henry.
-¡Qué tonterías dices! -respondió lord Henry, con una sonrisa.
Luego, tomando a Hallward del brazo, casi lo condujo hacia la casa.
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